El atentado del viernes en Moscú responde al parámetro habitual de desprecio absoluto a la vida humana, sello característico del Estado Islámico y grupos afines.

Otros elementos se ajustan fielmente al macabro patrón, en particular, el criterio de oportunidad. En los últimos meses, se ha logrado evitar varios atentados en Europa.

En Rusia, ese solía ser el principal cometido del Servicio Federal de Seguridad, pero el heredero de la KGB ha desplazado su atención a Ucrania y a perseguir opositores a Putin. Todo ello, a pesar de ser Rusia un objetivo prioritario para el terrorismo islamista por su apoyo a Al Ashad en Siria y por su presencia en varios países del Sahel, de la mano de regímenes militares.

También los acuerdos comerciales de Moscú con el régimen talibán han suscitado la oposición de grupos rivales. Y ni siquiera necesita irse lejos Rusia para buscar enemigos.

El islamismo radical lo tiene fácil para explotar los agravios que sufre la inmigración tayika o la población musulmana de Asia central, en las que Putin ha reclutado masivamente para la guerra en Ucrania. Por su política exterior y por factores internos, Rusia es especialmente vulnerable al yihadismo.

Pero Putin se ha cerrado la puerta a la colaboración con Occidente, amenazado por el mismo flagelo, y anda urdiendo teorías conspiratorias que está por ver que le den rédito político, pero de nada servirán para prevenir el próximo atentado.